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Enrique Bunbury — El aragonés errante

Un terremoto emocional endemoniado,
un jaguar que les observa desde la espesura de la selva.
Una cinta de seda alrededor
de una bomba de relojería a punto de estallar.
Una maniobra de nunca atracar,
un perfume de aromas orientales,
un desayuno con tamales,
un accidente previsto en los planes,
del artista equilibrista, del aragonés errante,
a punto de traspiés.
Una lágrima como una perla,
que vuelve al mar, sea como sea.
Suplicando por algún tipo de relación digna de llamarse humana,
que lleve la pena y la quebrada en el bolsillo del corazón.
Una de esas malas compañías,
factoría de melancolía,
que no vienen a ver si pueden,
sino porque pueden vienen,
una indígena alienígena,
que solamente bebe
justicia poética.
Una contienda contenida y loca,
un beso en la boca de la botella
de flor de caña -gran reserva-,
sobre una mesa repleta de vasos vacíos
y limones exprimidos.
Una sed de ilusiones infinita,
donde nacen y mueren
las acciones que brillan,
en el tiempo que contempla
un mundo hecho a medida,
no sólo del que siembra,
sino del que es semilla.

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